Delimitados están mis sentidos, enclaustrados en una cápsula de congelada vehemencia, de pasión sollozando en un rincón de la férrea escama que protege mi alma. Ella que resiste en mi vacío apenas, hiperventilada, aspirando los residuos tóxicos de ese soplo de oxígeno que logra captar; temblorosa y asustada, con esperanza de reposo y agonías de supervivencia. Pobre, qué pena…
No recuerdo bien el momento en que se infectó y todo comenzó a agravarse. Por instantes luchaba incansable y valiente ante cualquier agravio emanado de su custodio, ese que a partir de esa situación crítica (en donde ella envenenada, enfermó) sólo busca protegerla y no permite por ninguna circunstancia que asome su mirada. No quiere que nadie la vea. No quiere que la hieran. Como esa vez, en donde él la levantó de ese charco de sangre, después de presenciar aturdido que ella ¡Ella! Irreconocible, con un semblante fúnebre volteó a ver a ese hombre… con los ojos llorosos y con su mirada rebosada de pesadumbre parecía decirle: sálvame, ayúdame. Es por eso que él decidió encarcelarla defendiéndola de todo y de todos, en esa especie de incubadora, de paredes infranqueables.
Es sólo que él, él con todo su poder, no comprende que ella sufre angustiosamente combatiendo frente a frente a la muerte que la acecha iracunda, ella exhausta, enclenque, helada, secándose de amor, al borde de inanición, por no alimentarse de otra mirada, de otro abrazo, de ternura… De calor. Ella lo necesita, de verdad lo necesita.
Él está abatido, porque sabe que la está sofocando y muere… poco a poco se extingue y que sin ella… sólo le resta la locura.